miércoles, agosto 16

LA MENTE, MUCHO MÁS QUE UN CUERPO

Abel iba abriendo cada día más una brecha, una separación entre su cuerpo físico y su mente inmaterial. El cuerpo tenía todas las cualidades del nacimiento, del crecimiento, de la plenitud física y del progresivo deterioro de sus facultades. Sin darse cuenta, había puesto la mente en el cuerpo. 

La mente seguía los pasos del cuerpo. El cuerpo era el elemento vital de las experiencias. Todas las ideas empezaban y terminaban en el cuerpo. Todo tenía su principio y su fin. Todo tenía su nacimiento y su muerte. Todo poseía su inicio, su desarrollo y su extinción. 

La mente, en Abel, empezaba a ir cogiendo vuelo por ella misma. Su experiencia era imposible que acabara con el cuerpo. Su sabiduría no terminaba con el cuerpo. Su verdad no estaba sumida al cuerpo. Si eso fuera verdad, el cuerpo sería el rey y la mente, su subordinada.

La influencia de la mente en el cuerpo era muy visible. La tristeza de la mente hacía funcionar mal al cuerpo. Se decía con mucha sabiduría que la tristeza secaba los huesos. La alegría, en cambio, le daba hermosura al rostro. La mente le daba al cuerpo muchas posibilidades. 

Una mente sabia y comprensiva le evitaba al cuerpo muchos disgustos, muchos momentos de intensidad equivocada, mucha paz que le permitía al cuerpo funcionar de forma natural y gozosa. Eso se transformaba en mucha salud para el cuerpo. El cuerpo dependía enteramente de la mente. 

Recordaba el dicho que le repitieron de pequeño: “Dime con quién vas y te diré quién eres”. La mente aprendía por influencia. La mente se transformaba en sus imágenes y en sus objetos de deseo. La mente seguía la senda de aquello que se valoraba. Era la mente, no el cuerpo, quien lo decidía. 

Abel se decía para sí mismo: “Dime lo que piensas, y te diré quién eres”. Si los otros nos influenciaban, nuestros pensamientos también lo hacían. Si los demás nos motivaban, nuestros pensamientos también lo hacían. Por ello, nuestras ideas eran vitales en nuestra experiencia. 

La mente, sin lugar a dudas, dirigía. Orientaba al cuerpo en todo. Si la mente era parte del cuerpo, entonces todos los cuerpos irían por el mismo camino, por la misma senda, por los mismos derroteros. En cambio, no era así. Cada mente era libre para elegir, para seguir sus propias elecciones. 

Ese punto le estaba quedando mucho más claro a Abel: “La paternidad es creación. El amor tiene que extenderse. La pureza no está limitada en modo alguno. La naturaleza del inocente es ser eternamente libre, sin barreras ni limitaciones”. 

“La pureza, por lo tanto, no es algo propio del cuerpo. Ni tampoco puede hallarse donde hay limitaciones. El cuerpo puede curar gracias a los efectos de la pureza, los cuales son tan ilimitados como ella misma”. 

“No obstante, toda curación tiene lugar cuando se reconoce que la mente no está dentro del cuerpo, que su inocencia es algo completamente aparte de él y que está allí donde reside la curación”. 

“¿Dónde se encuentra, entonces, la curación? Únicamente allí donde a su causa se le confieren sus efectos. Pues la enfermedad es un intento descabellado de adjudicar efectos a lo que carece de causa y de hacer de ello una causa”. 

Abel se iba clarificando el papel de la mente amplia, ilimitada, pura, gozosa y maravillosa que tenía todo ser humano. Acercarse a una persona física lo había hecho durante toda su vida. Acercarse a una mente tan gloriosa lo estaba recién aprendiendo. 

La apariencia física perdía todo su poder. La apariencia física no decía prácticamente nada. La mente que no habitaba en el cuerpo era esa maravilla que pocos descubrían en las demás personas. La iba reconociendo dentro de sí. La iba vislumbrando en los demás. 

El mundo cambiaba. Ya no eran un conjunto de cuerpos con unos lenguajes distintos. Eran un conjunto de mentes ilimitadas, llenas de pureza, henchidas de bondad que se ponían en comunicación eterna y plena. La mente podía abrazar a todos. El cuerpo, solamente a unos cuantos. ¡Bendita mente autónoma!

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